sábado, 24 de mayo de 2014

Solos

Recuerdo una tarde de mi infancia, yo tendría 7 u 8 años, cuando, solos, mi padre y yo preparamos unos bocadillos de jamón y aceite y echamos una botella de agua fría a una mochila que el se colgó a la espalda y sin decirle nada a nadie, salimos, y andando a la par, montaña arriba sin pararnos a descansar.
Era una tarde calurosa pero a su vez un viento fresco hacía que lo único que nos preocupara fuera seguir andando. Y eso hicimos. Por un camino de pinos y encinas donde lo único que el paisaje abarcaba eran más montañas y un radiante cielo azul, sin ninguna nube. Eran aproximadamente las seis de la tarde y no se por qué, pero ni a él ni a mi se nos ocurrió decir nada, lo único que nos apetecía era seguir andando y alejarnos los más posible del pueblo.
Y así fue, nos alejamos tanto que ya no se escuchaba nada, solo el canto de los pájaros y el rechinar de las cigarras. Un campo azul y un cielo verde, nada se diferenciaba ya, la tarde se iba oscureciendo y los bordes de las montañas en el horizonte se hacían cada vez más oscuras, se difuminaban, el sol se iba escondiendo y pintaba el cielo de un precioso color naranja.
Por el camino yo iba recolectando y recogiendo ramitas y trozos de plantas aromáticas. El olor era brutal, todo se inundaba con la esencia de los romeros y el tomillo de las montañas mientras yo notaba cómo el sol se pegaba cada vez más a la piel. Recuerdo ese calor, ese tono rojizo que mi piel iba adquiriendo al quemarse. Lo recuerdo porque lo único que mi padre me dijo en toda la tarde fue: "Deberías haberte puesto crema solar". Eso hizo que yo me fijara, pero ya está, tan solo me habló para eso. Y en realidad no hacía falta nada más, la tarde estaba siendo perfecta ya de por sí. Supongo que él estaba pensando en sus cosas y no tenía ganas de hablar igual que yo.
Se hacía de noche pero ninguno dijo nada de parar. Llegamos a una formación de piedra en un claro y despejado descampado. Eran un montón de piedras del tamaño de mi puño agrupadas formando una especie de cono de más o menos mi tamaño. Tenían clavado justo encima una banderita de color blanco, como un trapo atado a un palo. Yo quería preguntarle qué o para qué era eso pero no quise decir nada. Nos tumbamos y nos comimos nuestros bocadillos. Ninguno se quería mover de aquel lugar que parecía tener algo especial, yo notaba una tranquilidad y a la vez una gran soledad, como si nadie más hubiera en muchos kilómetros. Se hizo noche cerrada y allí estábamos, mirando el cielo estrellado que nos había absorbido completamente y que me hizo remontarme a mis orígenes, a el principio de todo, a hacerme preguntas que no podía responder.
Tras un largo rato, cuando ya había perdido la noción del tiempo, y deseaba romper ese silencio que me tenía desconcertado por completo, los dos al mismo tiempo, nos preguntamos: "¿Estaremos solos?". Una pregunta que por supuesto no se refería a si había alguien cerca, era algo mucho más profundo y mucho más difícil de responder. Pero no obtuve más que silencio, otro largo silencio que se terminó con su respuesta: "Seguro que no, hijo." Nos levantamos y con la luz de las estrellas volvimos a casa.

Manuel Valenzuela Lozano, 1º de Bach. A 

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